lunes, 21 de agosto de 2006

A dos mil metros en el Elqui

A pesar de sus diez años de edad y de la expresividad de su fruta, el viñedo había pasado prácticamente desapercibido. Plantado en las alturas del sector de Huanta, donde hasta la nieve se hace presente, produce una mezcla blanca y seca que los europeos ya están bebiendo. Escondido en la cordillera nortina, entre rocas milenarias, pumas y restos de un avión sin suerte, produce el vino más alto de Chile.

Cada vez que sonaba el teléfono era para comunicar una desgracia. A lomo de caballo el cuidador del predio bajaba a Vicuña por una estrecha y serpenteante huella para relatar cómo un puma había devorado el guanaco regalón de su jefe, cómo unos furtivos carneros estaban pellizcando la fruta, cómo un incendio consumió un bosque que se había animado a crecer en lo profundo de una quebrada. ¿Cómo?, respondían incrédulos al otro lado de la línea. El pasmoso silencio de Huanta seguramente exaltaba la imaginación poética del campesino.

Bajo los cielos más transparentes del mundo, entre rocas, versos y uno que otro ovni que intenta imitar el majestuoso vuelo de los cóndores, el hombre tenía la misión de velar un viñedo que, pese a sus catastróficos llamados telefónicos, hoy crece en las alturas cordilleranas con un vigor inusitado.

De propiedad de la familia Olivier –actualmente parte de los viñedos de Viña Falernia–, los cuarteles están compuestos por dos curtidos exponentes blancos: Pedro Ximénez y Moscatel de Alejandría. Los parronales, que ya cumplieron una década de vida, colorean el desértico paisaje cordillerano, pintando un pequeño manchón verde en la inmensidad de una hacienda compuesta por alrededor de 10 mil hectáreas. Aunque las condiciones climáticas son extremas –con una amplitud térmica que puede alcanzar 20ºC durante el período de maduración de las bayas–, el viñedo se siente cómodo en las alturas, soportando el fuerte viento cordillerano, el inclemente sol de verano y la nieve que se deja caer en invierno, cubriendo las parras con una fina frazada e invitándolas a recuperar fuerzas para volver a brotar en primavera.

El alto porcentaje de arcilla de su tierra y la pureza de las aguas andinas, crean las condiciones necesarias para un elocuente desarrollo vegetativo. El manejo del viñedo –todavía sin la rigurosidad de los cuarteles más cercanos a la bodega– permite que las parras se expresen casi con entera libertad, brindando una significativa carga frutal pero con una alta concentración de aromas y sabores como consecuencia de la singularidad de su clima.

“La verdad es que no me he preocupado como me gustaría de estos viñedos. Espero este año darme unos meses para trabajar arriba. Mi idea es plantar distintas variedades para ver el potencial de la zona”, explica el empresario Aldo Olivier, quien, junto a su primo el enólogo Giorgio Flessatti, no sólo instalaron al Elqui en el mapa vitivinícola chileno, sino que también en el cuadro de medallas con la obtención del Best in Show en la pasada versión del concurso Wines of Chile Awards con su Syrah Alta Tierra 2002.

NOTAS MISTICAS

En una región consagrada a la producción de uvas de mesa, cepas pisqueras y papayas, las viníferas poco a poco comienzan a levantar cabeza, diversificando el potencial económico del Valle del Elqui. Junto a las 350 hectáreas de Viña Falernia, se asoman nuevos productores de vino, como la bodega familiar Cavas del Valle. Este estrecho pasadizo transversal –que no supera los 40 kilómetros de amplitud– vive un prometedor dinamismo, ganándole terreno a los pobres suelos de sus laderas y lechos de río.

Sin embargo, no se puede hablar de las características distintivas del valle, pues es un verdadero muestrario de suelos y mesoclimas. ¿Quién dijo que las denominaciones de origen chilenas debían ser de mar a cordillera? No recuerdo bien, pero háganle caso. En la entrada del valle, a 25 kilómetros del Océano Pacífico, se encuentran los viñedos de Titón. En ese predio Falernia produce sus mejores blancos y el premiado Alta Tierra, el favorito del jurado británico de Wines of Chile.

Según Claudia Cobo, la joven enóloga de la viña, en Titón la influencia marítima es aún mayor que en Casablanca, produciendo abundantes neblinas matinales que le brindan un respiro a las parras durante el período de maduración de las bayas. Cepas como el Semillon logran un interesante carácter floral y un especiado que recuerda el ají verde. El Chardonnay y el Sauvignon Blanc desarrollan notas de fruta tropical, pero aún no logran profundizar en boca y potenciar el interesante tono mineral que se insinúa pero aún no arranca de la copa.

Aunque todavía no se logra sintonía fina con el Cabernet Sauvignon y el Merlot –en esta cosecha hay muchas esperanzas cifradas en el Merlot–, las variedades Syrah y Carmenère se erigen como las estrellas de su novel escena vitivinícola. Alta Tierra Syrah 2002, por ejemplo, se desmarca completamente de las mermeladas y de los tonos más cárnicos de los valles cálidos. Es un vino fresco y especiado, atravesado por notas minerales y un enigmático perfume floral.

“La verdad es que fue una sorpresa que haya ganado el Syrah en el concurso. Tenemos algunos Carmenère que están mucho mejores”, afirma algo divertido Aldo Olivier, asegurando que el valle puede hacer sentir la cepa como en casa, como si se conocieran de toda una vida.

A diferencia de otras regiones de Chile, la ausencia de lluvias durante la temporada de cosecha permite esperar el Carmenère todo lo que sea necesario, obligándolo a perder totalmente sus cuestionadas notas a pimentón verde. Los principales cuidados en Titón son controlar el oídio y leer correctamente lo que expresan sus suelos. Para eso Falernia está mapeando todo el predio mediante instrumentos de precisión para diferenciar los momentos de cosecha y el manejo cultural, buscando que las bayas logren un buen equilibrio entre expresión frutal y acidez.

Internándonos por el valle –según el asesor vitícola Eduardo Silva, cada 10 kilómetros se asciende alrededor de 100 metros– llegamos al sector de San Carlos, donde está emplazada la imponente bodega de Falernia a orillas del embalse Puclaro. Allí la influencia marítima es menor, logrando vinos con un carácter más maduro que se pasean por el espectro de la fruta negra. Si seguimos hasta los alrededores de Vicuña, en el sector de La Vinita, los vinos son aún más cálidos y maduros, debiéndose redoblar los esfuerzos para mantener el equilibrio de la planta y proteger el racimo de la intensa insolación solar.

REINO EN LAS ALTURAS

Desviándonos de la ruta que une Vicuña y la ciudad argentina de San Juan, nos internamos nuevamente por la intrincada huella que conduce a los viñedos de Huanta. El calor es sofocante. No da respiro. La camioneta deja atrás el carbón de un bosque que se había animado a crecer en los profundo de una quebrada y continúa su ascenso hasta detenerse frente a un viñedo donde conviven Pedro Ximénez y Moscatel de Alejandría, creciendo libremente, sin un sistema de conducción que guíe sus brazadas. Con un follaje disparatado, haciéndole honor a la escuela del desorden, estas parras de 20 años de edad enseñan sus racimos como dulces trofeos.

Algunos metros más arriba, llegamos al viñedo más alto de Chile. A diferencia de la fruta que degustamos en el camino, las bayas aún están lejos de madurar. La mayor altura y el sistema de conducción de parronal –que brinda una mayor protección al racimo– conservan en todo su esplendor su acidez y sus notas cordilleranas. A diferencia de otras viñas que trabajan estas cepas para elaborar vinos dulces, el enólogo Giorgio Flessatti opta por vinificar un caldo seco y gustoso que ha logrado vender en Holanda y Reino Unido.

En total son un poco más de 15 hectáreas, pero con un gran potencial de crecimiento. Según Jorge Bertin, gerente de la viña, incluso es posible llegar a los 3 mil metros de altura, pero no es la idea competir por el record del viñedo más alto del mundo. Como dice Aldo Olivier, el proyecto no fue concebido “con fines de lucro, pero nos interesa ganar plata”. El próximo paso, por lo tanto, es plantar las variedades que mejor se adapten a la altura para obtener un producto que realmente se distinga en el mercado.

Aldo Olivier ya prepara las maletas para instalarse en su casa de descanso en Huanta y comenzar a materializar este nuevo desafío. “Aquí no es como las laderas de Titón o las plantaciones en el lecho del río. Tengo suelo para trabajar. El problema es que tengo que construir algunos embalses y conducir el agua por gravedad. Me gustan las cosas difíciles”, expresa con una sonrisa.

Es que este inmigrante trentino se ha convertido en una de los más importantes empresarios de la zona a puro ñeque. Cuenta que llegó sin un peso y tuvo que hacerse agricultor cosechando papas y hortalizas codo a codo con los campesinos. No lo puede evitar. Aún sigue pendiente de todo. Desde los repuestos de la prensa hasta la concepción de nuevos negocios. Todos le dicen que no es un buen sistema de administración, pero, a diferencia de otras bodegas, hasta el momento las cosas le han resultado bien.

“Le tengo fe a Huanta”, dice convencido. “Creo que aquí podemos hacer un vino que se salga del marco”. ¿Blanco o tinto? La verdad es que cuando adquirió la hacienda hace poco más de cinco años estaba pensando en uvas pisqueras, pero ahora ha cambiado completamente el panorama. Cepas blancas, de todas maneras, pero no descarta nada. A pesar de que mira con distancia el Cabernet Sauvignon –considera que hay demasiada oferta y de muy buena calidad–, algo le dice que a 2 mil metros de altura puede nacer un nuevo rey. Un rey místico.

martes, 8 de agosto de 2006

Vinos de Choapa: Aromas brujos

Es un valle minero y de uvas para pisco, de aquelarres y rituales holísticos, de un vino que quiere ubicarse entre Australia y el Ródano, dejando un legado de misterio en la sobrepoblada oferta de Syrah.

Es la cintura de Chile. Bastante arriba, reclamará algún anatomista. Pero los 95 kilómetros que separan el océano Pacífico de la cordillera de Los Andes convierten al Choapa en la zona más angosta del territorio chileno. Y se siente en el ambiente. Se respira. En este constante sube y baja por estos cordones transversales, se percibe la brisa marina que se cuela por las cuencas de los ríos, pero también la influencia de los macizos cordilleranos. Una fuerza magnética, mística, si se quiere, nos atrapa y no nos suelta, paseándonos por una serie de sensaciones que, como por arte de magia, desembocan, era que no, en una exuberante copa de vino.

La hoya hidrográfica del Choapa abarca una superficie de 8.124 km2, situándose en el extremo sur de la región de Coquimbo, entre las latitudes 31º 10’ y 32º 15’ sur. El río nace en la cordillera, a más de 1.000 metros de altura y a 140 kilómetros del mar, recibiendo los afluentes del Cuncumén y Chalinga. Sólo en su curso medio se une al río Illapel, para desembocar a la altura de la caleta Huentelauquén, 35 kilómetros al norte de Los Vilos. Al igual que Elqui y Limarí, Choapa es un valle transversal, el último y más estrecho del llamado Norte Chico.

La primera gran barrera natural que encontramos es la cuesta Cavilolén. Esta formación costera, sin ser tan alta como Talinay, aquel verdadero murallón que se planta entre Limarí y el mar, condiciona la influencia marítima, haciendo que la nubosidad se instale mayoritariamente en la franja más próxima a la costa. El clima predominante, y que determina en gran parte la actividad agrícola, se puede definir como de estepa cálido –una media anual de 16°C– con precipitaciones invernales.

Entre especies arbustivas y cactáceas, entre cabras y roedores como la autóctona chinchilla, los lugareños cultivan principalmente vides para pisco, cítricos y, en el último tiempo, paltos. Y también comienzan a desarrollar una ruta turística. Un destino de una gran belleza natural y cargado de leyendas, donde se funden petroglifos de culturas precolombinas e historias de brujos, exquisiteces como el queso de cabra y los camarones de río, y un pasado que se mantiene incontaminado, casi intacto, pero en un constante y a veces violento proceso de adaptación, encarando un futuro que se muestra tan luminoso como impredecible.

Choapa es un valle de lleno de misterios y contradicciones. El paisaje es prácticamente el mismo de los primeros habitantes del valle, haciendo que aún se sienta el espíritu aborigen y el sincretismo de vino y adobe con la cultura hispánica, mientras Salamanca –la segunda mayor población urbana después de Illapel– planea convertirse en los próximos años en “la primera comuna de Chile del siglo XXI” si se materializa un ambicioso proyecto tecnológico que contempla, entre otras cosas, wi-fi gratuito para sus casi 25 mil habitantes y una campaña denominada un blog por ciudadano. Sí, Choapa es una mezcla extraña.

CEPAS FINAS

Después de la explotación de la mina cuprífera Los Pelambres, la agricultura es la segunda actividad económica del valle. Casi el 4% de la superficie total de la zona es de uso agrícola, correspondiente a más de 30 mil hectáreas circunscritas principalmente en los alrededores de Canela, Salamanca e Illapel.

“El gran problema aquí es el agua”, explica Marcelo Retamal, enólogo jefe de Viña De Martino, quien develó el potencial enológico del valle, embotellando el primer y hasta ahora único vino fino con denominación de origen Choapa. El promedio de 200 mm de lluvia que cae durante el año se concentra en invierno, transformando en críticos los meses de verano. Sin duda esto limita los cultivos intensivos y permanentes, obligando a implementar un uso racional del agua entre sus casi 7 mil usuarios, sobre todo si se considera que la tasa de evaporación de bandeja puede llegar a 12 mm/día en la época estival, empujada, entre otros factores, por la majadería del viento.

Aunque en la zona se producen algunos exultantes vinos dulces y chichas, la gran mayoría de las viñas está consagrada a la producción de uvas para pisco. “Conviene más plantar pisqueras. El precio está bueno y los rendimientos son mayores. Ahora yo estoy levantando un parrón de Pedro Ximénez. Aquí con 2 hectáreas se vive tranquilamente”, comenta Juan Pereira, trabajador de una agrícola que también produce cepajes para producción de vino.

ENCUENTRO FORTUITO

Hace ya más de tres años Marcelo Retamal fue invitado por su colega Ricardo Pereira a catar los vinos de una bodega de Punitaqui. Degustó distintas cubas, en especial cuarteles de Cabernet sauvignon –la especialidad de la casa–, pero la muestra que más lo impresionó fue un Syrah.

“Me fregaste. Ese es el único que no es mío”, dijo Pereira. Lo cierto es que ese vino pertenecía a un productor de Choapa, quien plantó en 2001 un viñedo de 25 hectáreas –20 de Cabernet sauvignon y 5 de Syrah– en el sector de Llimpo, correspondiente a la zona de Salamanca. Fue así como la viña De Martino llegó a Choapa, empujada por la fortuna y la filosofía de Retamal de producir vinos de origen.

De acuerdo al enólogo, existen seis productores de uvas finas para vino, de los cuales tres mantienen contratos a largo plazo con la viña maipucina. Casi la totalidad de los viñedos corresponden a Cabernet sauvignon y Syrah, pero es esta última cepa la que ha demostrado las mayores aptitudes enológicas. “No se da tan bien el Cabernet porque aquí es demasiado luminoso. No es un mal vino, pero sí un poco chato, tal vez fome, sin la personalidad del Syrah”, explica.

En dos predios ubicados sobre los 800 metros sobre el nivel del mar, en los suelos de origen coluvional de los faldeos cordilleranos, corta la fruta de su comentado Syrah Legado. “Con calicatas hechas sobre fosas de más de 2 metros de profundidad, se pudo observar en ambos campos una cantidad importante de piedras de origen coluvional de material grueso, con cantidades importantes de arenas gruesas muy drenantes”, explica el enólogo.

El porcentaje de arcilla va desde los 25% a 30%, dependiendo de los sectores del viñedo, mientras los contenidos de limo y materia orgánica son muy bajos. Aunque no existen mediciones, por las características de la formación del suelo, la materia orgánica no debería superar el 1%. Esto permite que el vigor natural del cepaje se mantenga en niveles adecuados, produciendo cada año un promedio de 10 mil kilos por hectárea.

NI EL CORCHO

Hoy la viña ya ha embotellado las cosechas 2004 y 2005, posicionando a Choapa no sólo en el mapa vitivinícola chileno, sino también en el mundial, ingresando, por ejemplo, a las tiendas de la cadena británica Oddbins. “Me dijo el comprador que no le interesaba fichar un nuevo Syrah, pero el vino lo obligó a cambiar de opinión. Apenas lo degustó se dio cuenta que había encontrado algo diferente: un Syrah que se desmarca del resto”, explica Retamal.

¿Y qué tiene de especial este Syrah?, le preguntamos a Juan Pereira, uno de los responsables del manejo del viñedo. “Aquí no llega ni el corcho del Syrah. Llegan puros vinos que hay que tomárselos con Coca”, dice con humor, mientras Retamal se para sobre una enorme roca que se planta en una hilera –un coluvión que se desprendió de la montaña durante un terremoto en los setenta–, explicando de cierta forma por qué es diferente el Syrah de Choapa y por qué su productor decidió plantar este año otras veintitantas hectáreas.

Según Pereira, el viñedo no da mucho trabajo. “Lo dejamos harto libre, no más”, expresa. Cada manejo, sin embargo, exige que se haga en forma manual, pues los fragmentos de roca impiden el uso de máquinas. “Es una cantera”, exclama Retamal. El principal problema es el oídio, ya que el viento y las temperaturas moderadas del verano –las máximas casi nunca superan los 28ºC– mantienen bajo control los focos de botrytis y de alguna manera también marcan la personalidad del vino.

Pero no sólo eso. Una de las principales obsesiones de Retamal ha sido erradicar una hierba que se inmiscuye entre las hileras, confiriéndole a los vinos ciertas notas dulzonas no deseadas. “La idea es que el origen se exprese de la forma más fiel posible”, explica el enólogo. ¿Y esa hierba no es parte del origen? “No, esa hierba podría crecer aquí y en otros valles, estandarizando el perfil aromático de los vinos”, responde el enólogo. “Esa hierba se llaman melosa”, interrumpe Pereira. Sí, la melosa es una hierba que no es exclusiva de Choapa, muy utilizada por los pueblos originarios como purgante.

PURO MISTERIO

Hay mucho de misterio en un vino. Y más todavía en uno que proviene de una zona como Salamanca. Esta tierra de leyendas, donde conviven aquelarres y rituales holísticos, debe expresarse de alguna forma en el vino, desarrollando aromas mágicos – quizás brujos, como sostiene el título de este artículo–, al menos ciertas notas difíciles de desentrañar.

En la zona de Jorquera, algunos kilómetros más cerca de Salamanca, se encuentra el otro predio que aporta a la mezcla de Syrah Legado. Su administrador Juan Cortez ha vivido en carne propia la fama del lugar. Contradiciendo a los lugareños que califican las historias de brujería como simple sensacionalismo, el campesino nos cuenta que su señora fue víctima de magia roja –práctica también llamada hematomancia, que utiliza sangre u otros tejidos vivos en sus trabajos–, quedando el 5 de septiembre de 1988, de la noche a la mañana, y aparentemente sin razón alguna, completamente trastornada y postrada en cama.

Después de cuatro años su mujer logró ponerse en pie, pero su comportamiento agresivo con el entorno, sin poder reconocer a su marido e hijos, la mantuvo desconectada de este mundo por largos 16 años. Juan sufrió un calvario, pero no quiso abandonar a su mujer. Hasta que el año pasado decidió dar un último y desesperado paso. Trasladó a su mujer a Santiago para que la sanara una especialista. “Pasamos 9 noches rezando y lavándola. Hasta que al fin despertó. Fue como si no hubiera pasado el tiempo. Estaba preocupada porque se acercaban las Fiestas Patrias y su hijo tenía que desfilar”, cuenta el trabajador.

Historias como ésta, que retratan el choque entre el hombre y su propia naturaleza, entre los conjuros malignos y el poder sanador de un amor tan profundo como el de Juan, sin duda le confieren un sabor diferente a Choapa y, por extensión, a un vino que, aunque quiera, no puede escapar de su origen. Un Syrah que en su versión 2004 demuestra una gran intensidad frutal. Aromas de frutos rojos y negros. Guindas muy maduras. También especias, notas lácticas y un toque floral. ¿Melosa? Sí, melosa. Un vino cálido y dulce en nariz, pero que sorprende en boca por su frescura.

En 2005, en cambio, nos encontramos con otras piernas. Más delgadas y ágiles. También con un color más amoratado y profundo. Hay más concentración. Más intensidad frutal. Más confite. Más taninos, pero sin perder su carácter fresco. Aunque se siente cierta rusticidad en el paladar –todavía hay tarea pendiente en el viñedo–, estamos ante un vino que logra un interesante equilibrio, situándose entre los cálidos Shiraz de la escuela australiana y los nuevos Syrah chilenos de clima frío que coquetean con el Ródano.

Aquí hay carne, pero también vivacidad... y, por cierto, una gran cuota de misterio.

Vinos con luces propias

Aunque el 80% de los cepajes plantados son tintos, los valles de Bío Bío y Malleco son zonas ideales para la producción de blancos, deslumbrando variedades como Sauvignon Blanc, Chardonnay y Riesling.

Ubicado en el paralelo 37 sur –la misma latitud de Nueva Zelanda–, el valle del Bío Bío produce vinos de gran expresión aromática y acidez balanceada. Su clima es ideal para los cepajes blancos porque sólo durante 15 días en el mes de enero las temperaturas sobrepasan los 30ºC. El resto del año es más bien templado, posibilitando una pausada maduración de las uvas y el desarrollo de una multiplicidad de aromas.

Su latitud, sin embargo, también provoca ciertos inconvenientes. Las lluvias, que se hacen sentir en invierno y primavera, sobrepasan los 1.000 mm al año. Es por eso que la ventilación juega un papel preponderante. Los viticultores deben mantener el viñedo muy abierto para que el viento haga su tarea. Un exhaustivo manejo del follaje incluso permite el cultivo de variedades de cosecha tardía como el Carmenère, alcanzando sin grandes problemas adecuados niveles de madurez.

La mayoría de los viñedos enfocados hacia la producción de vinos finos están ubicados en lomajes o en laderas de cerros. El cultivo en zonas planas –en la depresión intermedia– muchas veces se traduce en una constante lucha para mantener a raya el vigor de las plantas. La necesidad de privilegiar la calidad por sobre el volumen, produciendo vinos con carácter y que expresen su terroir, obligan a buscar menores rendimientos para lograr una mayor concentración frutal.

Todavía más al sur, en el valle de Malleco –la frontera austral de la vitivinicultura chilena– las temperaturas son más bajas y el promedio anual de precipitaciones aumenta en forma considerable, alcanzando 1.100 mm entre los meses de abril y octubre. Sin lugar a dudas plantar en esta zona es una empresa de alto riesgo, pero los resultados pueden ser sorprendentes.

Nuevamente el manejo del follaje –y una cuota de fortuna, claro– se convierte en la clave del éxito, procurando siempre que las uvas arriben a la bodega secas y en buen estado. El viticultor y el viento firman un solemne pacto, asociándose para enfrentar la posibilidad de enfermedades fungosas que se dejan caer junto a las lluvias.

Según un estudio realizado por el enólogo Felipe de Solminihac –el responsable del celebrado Chardonnay SoldeSol– la zona de Traiguén en Malleco acumula durante el año 1.350 grados días (la suma de temperaturas sobre 10ºC), superando a prestigiosas zonas vitivinícolas como Malberough (1.220) y Oregon (1.250).

El dosificado aporte del sol, sumado a un puntilloso manejo cultural, convierten a estos valles en denominaciones de origen que darán que hablar en los mercados internacionales, sobre todo gracias a la elocuencia de sus Sauvignon Blanc, Chardonnay, Riesling y, por qué no, Pinot Noir.



Estilo Limarí: Lo mejor está por venir

Aunque es un valle que ha despertado la sed de grandes inversionistas y produce vinos que ya se cuelgan numerosas medallas, no hay que olvidar que está dando sus primeros pasos vitivinícolas. Encontrar el lugar adecuado para cada variedad, y una sintonía fina en el manejo del viñedo, es un trabajo que recién comienza. Algunos de sus vinos han dejado boquiabierta a la crítica, pero el Limarí aún tiene guardadas muchas sorpresas.

El Limarí es un valle de profundas paradojas. Aunque la cultura molle –una de las más singulares y ricas del continente– se extendió durante 400 años desde la cordillera al mar en el Norte Chico, hoy es poco y nada lo que se sabe de ella. Sólo las surrealistas formas de sus petroglifos y pictografías en las rocas, y algunas piezas de alfarería encontradas en sus emplazamientos fúnebres, arrojan algo de luz sobre su existencia, demostrando una vez más que Chile es un país que no se termina nunca de descubrir.

Este valle, que fertiliza sus cultivos con una buena dosis de misticismo, también es el pionero de la vitivinicultura chilena. Los libros afirman que Francisco de Aguirre, quien acompañó a Pedro de Valdivia en la conquista del fin del mundo, plantó en San Francisco de la Selva –hoy Copiapó– y en La Serena las primeras vides a mediados del siglo XVI. Paradójicamente tuvieron que pasar casi cuatro siglos para que nuevamente comenzáramos a hablar de los vinos del Limarí.

Mientras los diaguitas –los herederos de las culturas molle y de las ánimas– fueron violentamente absorbidos por los incas y posteriormente por los españoles, las vides para vinos huyeron y se reagruparon en la zona central del país. Alrededor de las dos principales ciudades de la colonia, Santiago y Concepción, las cepas de la “madre patria” comenzaron a marcar los límites de los predios de los encomenderos y a escribir con letras tintas la tradición del vino en Chile.

Debido a que los viticultores sentían que las condiciones climáticas de este nortino valle sólo eran apropiadas para uvas de mesa y pisqueras, las primeras variedades finas se plantaron sólo a principios de los noventa. Y una nueva paradoja. Al situarse en el paralelo 30º 29’, el límite verde del Desierto de Atacama, se cometió otro error de cálculo: hoy predominan largamente los cultivares tintos sobre los blancos, reinando el Cabernet sauvignon con más del 60% de sus casi 1.400 hectáreas. No obstante son los vinos que nacen en su franja costera, que cuenta con temperaturas muy similares a Casablanca, los que hasta el momento han brillado en las competencias y en las columnas de los críticos.

Como las enigmáticas piedras tacitas de los molles que aún provocan una serie de especulaciones entre los arqueólogos –agujeros horadados en la roca que pudieron ser utilizados para mezclar alimentos, tinturas e incluso alucinógenos para sus mágicos rituales–, los vinos del Limarí todavía representan una gran incógnita. Ya no en términos de calidad, claro está, sino por el insospechado potencial de una vitivinicultura recién redescubierta y que hoy comienza a dar sus primeros pasos.

ENCANTO MINERAL

Los molles, a diferencia de las culturas que los sucedieron en el valle, lucían una alargada alhaja de piedra llamada tembetá que incrustaban bajo las comisuras de sus labios. Este elemento distintivo, que convierte en un juego de niños la moda de los piercings, de alguna manera refleja el carácter de una civilización que no sólo cultivó maíz, porotos y zapallos, sino también conoció las afrodisíacas bondades de los mariscos y la cada vez más dinámica cultura del placer.

Aunque habrían construido canales para irrigar sus cultivos, eran nómades. Los casi 100 kilómetros que separan Los Andes del Océano Pacífico eran un paseo habitual de los indígenas y sus camélidos. El Valle de El Encanto, una ensimismante quebrada que sirve de antesala al mar, en la actualidad es una verdadera galería de arte precolombina a cielo abierto y el lugar de inspiración de la imagen corporativa de la premiada Viña Tabalí.

Con una figura humana de estrambótico peinado –o quizás peluca o gorro ceremonial–, Tabalí ha hecho conocida su etiqueta y la fuerza ancestral de sus Reserva Especial Chardonnay y Reserva Syrah. Ambos vinos se han colgado medallas del cuello y han convencido a una crítica que en un principio fue algo escéptica de las cualidades del Limarí para la producción de vinos finos.

De carácter profundamente mineral, pero con una fruta y jugosidad que acompaña de principio a fin, los caldos resbalan por el paladar como un manantial que brega contra la sequedad de una vegetación donde predominan los cactus y las especies xerófitas. Con notas de flores y un especiado que parece una lluvia de pimienta verde, ambos vinos encuentran el perfecto balance entre madurez y frescor, extraversión y elegancia: un equilibrio que los expertos británicos aprecian y premian, pero que también cautiva a sus consumidores debido a su amabilidad y delicadeza para expresarse.

Viña Tabalí, que cuenta con 150 hectáreas plantadas en 1993, está ubicada en la parte más fresca del valle, a casi 20 kilómetros en línea recta del océano. A pesar de ser un valle frío, 125 hectáreas corresponden a cultivares tintos, donde el Cabernet sauvignon acapara el 57,8%. Es por eso que la viña ha echado a andar un proyecto que suma otras 30 hectáreas de Sauvignon blanc y Chardonnay, además de las tintas Syrah, Petit verdot y Carignan, estas dos últimas para enriquecer la mezcla premium de su Reserva Especial.

Con la construcción de una espectacular bodega para un millón de litros, atravesada en una quebrada que enfrenta la brisa marina, enfriando sus cubas, la boutique de Guillermo Luksic y San Pedro parece haberle tomado el pulso a sus viñedos, dejándolos ser entre cítricos, trigales y eucaliptos. Con la introducción de plantas clonales y patrones en sus nuevas plantaciones, y un manejo cada vez más puntilloso de las plantas, Tabalí no sólo se reencuentra con la antiquísima tradición vitivinícola del Limarí sino que la impregna de una avasalladora frescura.

Según su enóloga Yanira Maldonado, la influencia marina y la pobreza de sus suelos marcan los vinos, confiriéndoles aquel sello distintivo que atraviesa todas las cepas. Sus suelos de origen aluvial y con franciscana materia orgánica, sumado a los escasos 100 milímetros que caen del cielo durante el año, hacen de la irrigación tecnificada la herramienta esencial para que las raíces de las plantas profundicen y busquen tesoros minerales. En otras palabras, la llave de paso del riego se convierte, en términos creacionistas, en un pequeño dios para el desarrollo de los viñedos.

Aunque el valle prometía brindar condiciones ideales para el cultivo de cepajes de ciclo de maduración tardío como el Cabernet sauvignon y el Carmenère, principalmente debido a sus temperaturas moderadas y a la casi total ausencia de lluvias durante el período de cosecha, lo cierto es que estos vinos aún están en deuda frente a los extraordinarios resultados de los Chardonnay y Syrah. Incluso el Merlot, que al igual que el Syrah no rehúye los climas frescos, aún no consigue el nervio y la estructura esperada, alterando la mezcla de la cosecha 2003 Reserva Especial –cuya versión 2002 es 50% Cabernet sauvignon, 25% Syrah y 25% Merlot– con un mayor porcentaje de Syrah en desmedro del Merlot.

Pero no hay que perder de vista que en un valle mágico como el Limarí, donde se funden los geométricos vestigios de las culturas precolombinas y las modernas líneas de la bodega dibujada por Samuel Claro, la realidad protagoniza una lucha constante con la teoría. Pese a que la última palabra no está dicha –y tal vez nunca se pronunciará–, esta viña puede deparar todavía muchas sorpresas, como un prometedor Pinot noir que espera el momento más propicio para ver la luz de los mercados.

SINTONIA FINA

“En el valle todavía hay muchas cosas que no están resueltas”, explica Carlos Andrade, director técnico de Casa Tamaya. Con 120 hectáreas plantadas –75% de ellas en 1997 y el resto dos años más tarde–, el enólogo se enfrenta a un verdadero campo de experimentación. Los viñedos están compuestos por la unión de dos grandes paños colindantes con el mismo abanico de cepajes, pero puestos, a pesar de compartir la misma vecindad, en suelos de características muy diferentes. Mientras el paño norte es arenoso-pedregoso, el sur posee un mayor porcentaje de arcilla, brindándole la posibilidad de apreciar las condiciones ideales para el desarrollo de cada cultivar y jugar en su bodega con los jugos que regalan ambos sectores de la viña.

Casa Tamaya, ubicada en el sector de Quebrada Seca, un tanto más al norte de Tabalí pero equidistante del mar, también recibe en gloria y majestad la influencia del Pacífico, debiendo corregir o ajustar el manejo del viñedo a las condiciones de clima frío. Aunque sus primeros vinos sorprendieron por la potencia de su fruta y exquisita mineralidad, construyendo una interesante e innovadora línea de mezclas varietales, Andrade hoy está empeñado en sacarle el máximo potencial a las plantas, poniendo especial énfasis en los taninos de sus tintos.

Según explica el enólogo, las plantas no sólo han debido hacer frente a primaveras y veranos donde el viento marino y cordillerano parece confabularse para hacer temblar a las parras, sino también a la mentalidad de los productores pisqueros y de uva de mesa acostumbrados a los grandes rendimientos. “La filosofía era producir kilos y estamos todavía en proceso de cambio”, sostiene.

Andrade proyecta para este invierno la plantación de 50 nuevas hectáreas, abriendo un poco el ángulo de sus hileras que miran el norte para captar un poco más la luminosidad de la tarde. En suelos con mayor porcentaje de granito, sumado a un riguroso manejo del viñedo que debutó el año pasado y que ya se expresa en la cosecha 2005, el director técnico de Casa Tamaya espera subir un nuevo peldaño en la ladera cualitativa, saboreando ya su próxima línea premium.

Si bien es cierto que cepajes como el Chardonnay y el Viognier han demostrado en nariz y en boca su potencial, la viña aún esconde bajo su manga nuevas sorpresas. Siempre en un estilo fresco y mineral, donde se aprecia el aliento salino del Pacífico, el Sauvignon blanc insinúa una mayor profundidad en boca, mientras el Merlot parece sentirse cada vez más cómodo, atacando desde la cuba con una poderosa mezcla de fruta y especias. Con un promedio de 6.500 kg/ha para sus líneas base y de 4.000 kg/ha para sus reserva y premium, Casa Tamaya espera pacientemente la madurez de sus tintos, echando más cuerpo y limando posibles asperezas.

RESPETO AL TERROIR

Siguiendo el ejemplo de los pioneros del Limarí, ocho productores que vendían su fruta a Francisco de Aguirre decidieron independizarse y crear en 2002 su propia viña. El plan original de Ocho Tierras era construir una gran bodega con capacidad para 3 millones de litros, pero los planes cambiaron abruptamente. Luego de la partida de dos de sus socios, la bodega optó por concentrarse en pequeñas grandes producciones, embotellando la fruta para vender cajas que se empinaran entre los US$ 80 y US$ 150.

Según explica su gerente general Rodrigo Rojas, en septiembre comenzará la construcción de una bodega gravitacional enclavada en una pequeña quebrada en Limarí. “La bodega tendrá una capacidad de vinificación de 200 mil litros. Y llamará la atención. Con una onda medio étnica, pero siguiendo las líneas del paisaje, desde lejos parecerá como un parrón plantado en una ladera”, anuncia.

Los dos vinos que se encuentran en el mercado –en restaurantes de la zona pero también en Brasil y algunos países de Europa- corresponden a las cosechas 2002 y 2003 de Carmenère y Cabernet sauvignon que se comercializan bajo la etiqueta Pasaq Halpa. Ambos cepajes, vinificados en Viña Pérez Cruz y Vitis Elqui, se destacan por la madurez de su fruta y un cuerpo medio de taninos francos pero caballerosos. Es que los viñedos de Ocho Tierras se adentran un poco más en el valle, donde el mar va perdiendo su influencia y comienza a mandar el sol.
El enólogo mendocino Rolando Lazzarotti, quien llegó al valle para vinificar la fruta del cosecha tardía Passito de la familia Farr, está fascinado por la magia del valle y, sobre todo, de su amorosa relación con el Carmenère. “Sus pimientos rojos asados realmente son fantásticos”, exclama.

Es que a diferencia de las parras de Cabernet sauvignon de Cerrillos de Tamaya, el Carmenère está plantado en una zona intermedia llamada Campo Lindo, donde la luminosidad intenta –y sale airosa– en su empeño por arrebatarle sus tradicionales notas verdes. Haciendo frente a la confusión inicial que reinaba en el valle, el enólogo hoy tiene las cosas claras: la viña se concentrará en buscar consistencia con una línea reserva compuesta de Chardonnay, Syrah, Carmenère, Merlot y Cabernet sauvignon, para más tarde atacar la cumbre con un coupage premium o un vino tinto de alta gama.

Lazzarotti sostiene que los vitivinicultores deben estar permanentemente atentos para descubrir nuevos y mágicos rincones en el valle, sin poder aguantarse las ganas de escalar Los Andes como lo hicieron sus compatriotas de Tizac y San Pedro de Yacachulla con plantaciones sobre la cota de los 3 mil metros de altura.

Mientras tanto maneja cuarteles que se recuestan en los faldeos cordilleranos en la zona de Santa Catalina, donde busca mayores amplitudes térmicas que aporten una mayor estructura a su Syrah en parronal, y en Talhuén, ubicado 10 km al sur de Ovalle, donde apuesta por el futuro del Carmenère. “Estamos acostumbrados a tintos redondos pero fuertes. Es por eso que estoy buscando un vino más gordito que puede llevarse bien con el cabrito y otros platos típicos de la zona”, explica demostrando una asombrosa fidelidad al Limarí y a su terroir, en el más amplio sentido del concepto.

BUSCANDO LA DIFERENCIACION

Siguiendo el camino hacia Punitaqui –nombre compuesto por los términos quechuas puna (altura fría) y thaqui (camino)– la temperatura promedio se encumbra hasta 5 grados con respecto al resto del valle. Justo antes de llegar al pueblo, entre dos montes que forman un estrecho valle transversal, se encuentra la viña orgánica Agua Tierra. De propiedad del norteamericano Jim Pryor, el predio cuenta con un total de 35 hectáreas, de las cuales 32 son para la elaboración de vino.

Aunque Pryor se encuentra en la búsqueda de inversionistas para construir una bodega gravitacional, ya ha embotellado 3 mil cajas de Cabernet sauvignon, Syrah y Carmenère, vinificadas en la bodega de Falernia en el valle de Elqui. Con sus plantaciones en parronal, y un pequeño experimento en espaldera, ya ha llamado la atención de una importante viña de Casablanca que ha comprado parte de su fruta para enriquecer sus mezclas tintas.

La apuesta de Agua Tierra es combinar la vitivinicultura y el turismo, impregnando a los visitantes de la filosofía orgánica, mientras un destacamento de ovejas –los cabritos son demasiado dañinos– se pierden entre las hileras desmalezando y abonando la tierra.
Esta misma filosofía es compartida por Viña Soler. Prácticamente formando una hilera con la última casa de Punitaqui, donde las temperaturas en verano pueden sobrepasar los 40°C, los parronales de sus 20 hectáreas de Cabernet sauvignon dan sombra a los curiosos y producen dos líneas de vinos que en este momento se exportan a Canadá: Viña Soler y Sol y Luna.

Según cuenta su gerente general Luis Soler, la viña se dedicaba al negocio granelero –“que no es malo”, apunta– pero quiere dar un giro cualitativo. A través del proyecto Fontec “Vino biodinámico rico en polifenoles”, comenzaron una conversión donde ya no hay vuelta atrás, agregando valor a un proyecto que se encarama en la ladera con 3 nuevas hectáreas en espaldera para “complejizar” su Cabernet sauvignon.

Todavía la viña compra un gran porcentaje de la fruta a productores independientes, pero en el futuro la idea es embotellar sólo los cuarteles que se encuentran en transición biodinámica. Sin embargo, en Limarí las sorpresas no se agotan. “Nuestro plan es desprendernos del granel y trabajar sólo el huerto biodinámico en espaldera con rendimientos de entre 6.000 y 8.000 kg/ha. Cuando llegué no le tenía mucha fe a los parronales por su tendencia a entregar volumen, pero algunas cubas han salido mejores que las de la espaldera”, cuenta el enólogo Fernando Espina.

De acuerdo al enólogo, en Punitaqui la influencia marina es nula o muy poca, por lo tanto hay que realizar un puntilloso manejo del follaje para que no se disparen los grados alcohólicos. A diferencia del Maipo, donde los termómetros pueden alcanzar máximas similares, en esta zona no refresca en temporada de vendimia, llegándose a cosechar entre el 20 de marzo y el 13 de abril con parámetros de madurez que se balancean entre los 24º y 26° brix.

Espina no le tiene mucha fe al Carmenère en esta zona –“resulta muy complicado eliminar aquellas notas verdes”, opina– pero sí apuesta por extraordinarios Syrah y por las mezclas. “Como en Apalta, contamos con suelos muy pobres con escasa materia orgánica. Creo que aquí el potencial para estas cepas es ilimitado. Lamentablemente en Limarí se riega cuando se puede y no cuando se quiere. Por las cuotas del sistema interconectado de La Paloma a veces tenemos agua de sobra, pero cuando de repente necesitas regar a concho, tenemos que encender velitas”.

SECRETOS GUARDADOS

Como el general McArthur a los japoneses, Viña Francisco de Aguirre amenaza con volver con todo. De acuerdo a Jaime Campusano, jefe de producción de la viña, la venta de activos a Concha y Toro sólo se tradujo en un cambio de domicilio que les permitirá reorganizar sus fuerzas para reenfocarse en el mercado. “Vendimos nuestra bodega, los viñedos y las marcas, pero nos quedamos con todos los contratos con terceros. Nos encogimos para explotar más tarde”, afirma

Reubicados en la bodega de La Chimba, donde se muelen o molían 50 millones de kilos destinados en su mayoría a la producción de las líneas tetra, la viña suma 660 hectáreas con contratos a largo plazo, de la cordillera hasta el mar, del sector de Río Hurtado –en las faldas de El Pachón– hasta el Romero, a 20 kilómetros de la costa, permitiéndole a la viña jugar con las diferentes topografías y condiciones atmosféricas e intentar aprovechar al máximo las ventajas comparativas del Limarí.

Controlando el vigor de las plantas a través del riego por goteo, y haciendo un manejo de follaje que termina con la planta casi desnuda tres semanas antes de la cosecha, la nueva Francisco de Aguirre prepara el lanzamiento en marzo de 2006 de tres líneas que buscan desempolvar su imagen: una línea fina varietal, otra varietal plus con tratamiento con madera y una tercera de nivel reserva.

Campusano nació en Ovalle y nunca se ha movido de un entorno que conoce como la palma de su mano. Afirma que no existe otro valle que reúna las condiciones para cultivar casi todo el abanico de cepajes “En 20 años he presenciado sólo dos heladas, y sólo en algunos sectores del valle. Sus suelos son prácticamente vírgenes, y aunque la escasez de materia orgánica produce algunos desórdenes microbiológicos, son el sustento ideal para vides para vino.

El enólogo afirma que la combinación de cielos luminosos, suelos pobres, escasa pluviometría y ausencia de heladas primaverales, son condiciones que todavía no han sido suficientemente explotadas. A diferencia del Maipo, las amplitudes térmicas del valle son menos marcadas, por lo tanto las viñas del Limarí rescatan la intensidad frutal de sus vinos y el equilibrio que le confiere su acidez natural. “Buscamos vinos más livianos, pero quizás más balanceados. Pero, ¿quién sabe? A lo mejor en sectores más altos como Río Hurtado logramos vinos muchos más gordos y concentrados. El valle aún no demuestra su real potencial”, dice Campusano.

Lo cierto es que el sello de los vinos del Limarí no va por el camino de las grandes estructuras. Sus esqueletos son medios pero firmes, como un camélido que recorre cientos de kilómetros de la cordillera a la costa. Sin embargo, si los viñedos están bien trabajados, sin duda los vinos regalan mucha fruta, mucha fruta fresca, especias y flores, y una elegancia que parece heredada de tiempos ancestrales.

Con blancos minerales y chispeantes en su franja más costera, y tintos expresivos y con una buena relación pH-acidez en los sectores más próximos a la cordillera, el valle transita por el camino de la consolidación. Aunque hay tareas pendientes, como encontrarle la mano al Cabernet sauvignon o vinificar un Merlot que lo despierte definitivamente del sopor de los últimos años, aquí nada parece ser definitivo. Bajo sus cielos transparentes, donde las constelaciones de estrellas calzan mágicamente con las figuras geométricas de las tacitas molles, los vinos del Limarí esconden aún muchas sorpresas.




Viticultura en Afganistán: Viñedos en el túnel del tiempo

El consumo de vino está prohibido por el Islam, pero son miles las hectáreas plantadas de vides europeas para la explotación de uvas y pasas. Aunque la viticultura afgana posee ciertas similitudes con la realidad de nuestros campos, no dejan de asombrar ciertas particularidades como la ausencia de injertos o el uso de espalderas de adobe como sistema de conducción.


Artículo escrito para la extinta VitiViniCultura por el viticultor y maestro de maestros Arturo Lavín.


Aparentemente la vid europea (Vitis vinifera L.) es originaria de la región que divide Europa de Asia, entre los mares Caspio y Negro y la Mesopotamia, donde hoy todavía se cultiva profusamente con métodos que derivan de muy antiguas tradiciones. El cultivo de la vid, en especial la producción de vino, está muy ligado a las creencias religiosas que predominaron en la antigüedad y que aún subsisten en los distintos países de la zona.

La viticultura afgana está orientada totalmente a la producción de uva para consumo en fresco y pasas, porque el Islam –con la excepción de ciertas épocas– ha prohibido la producción de vino. Precisamente es el caso de Afganistán, un país azotado por las guerras, donde se practica una viticultura muy diferente, pero que mantiene algunas similitudes con la realidad chilena.
Aunque en la actualidad es difícil precisar cifras, se sabe que en 1970 existían 70.500 hectáreas de vides; en 1973 se producían 38.215 toneladas de uvas frescas para consumo y 3.086 toneladas de pasas; y a comienzos de 2003 se estimaba que la superficie de viñedos era de alrededor de 94.217 hectáreas, pero algunas de ellas mezcladas con otros frutales o temporalmente abandonadas por la guerra. En concreto, se calculaba una superficie de 38.218 hectáreas en producción.

El cultivo de la vid se extiende por toda la geografía de Afganistán, un país de núcleo montañoso con innumerables valles intermontanos de variable extensión, clima, altitud, suelos y recursos. Si bien se aprecia un patrón común, también se puede distinguir claramente diferentes sistemas de cultivo, dependiendo de las condiciones ambientales de cada lugar.

Existen dos grandes extensiones de tierras planas: una hacia el noroeste y otra hacia el sudeste. En la primera se ubica la importante ciudad de Mazar-i-Sharif, en cuyo límite occidental se levanta una inmensa meseta muy árida y donde prácticamente sólo se explota la ganadería trashumante. Sin embargo, a medida que se avanza hacia el este, específicamente hacia Kunduz, los grandes ríos que provienen del núcleo montañoso, y algunos de ellos desde la ex Unión Soviética, permiten el riego de vastas superficies en las cuales se cultivan las más variadas especies vegetales, entre ellas muchos frutales y especialmente vides.

Un ejemplo es el valle de Pir i nakhshi en la provincia de Samangan. Aunque el tamaño de la propiedad individual es muy pequeño, resulta impactante ver más de 1.000 hectáreas de viñedos con las mismas variedades y sistemas de conducción, de riego, formación y poda. Todo el valle depende económica y socialmente del cultivo de la vid, produciendo uvas para consumo en fresco de las variedades Taifi (blanca, baya de tamaño medio, piel gruesa y con semillas) y Hussaini (blanca, baya grande, piel delgada y con semillas).

Los sistemas de conducción están adaptados a los únicos materiales disponibles: un túnel con arcos de sauce y largueros de caña amarrados con tallos vegetales. Las plantas se ubican en platabandas o bordes altos, desde los que salen los arcos del túnel hacia ambos lados. Bajo el túnel –y entre los bordes–, en invierno se cava un surco muy profundo con el fin de cubrir las plantas con tierra para protegerlas de las heladas. En primavera, en cambio, se repone la tierra para utilizar el surco para canalizar el riego.

En la época de crecimiento, el follaje y los racimos se ubican hacia ambos lados de los túneles. El suelo es muy profundo y el agua es traída desde 50 a 75 metros, generalmente con sistemas manuales o fuerza animal –muy rara vez con bombas petroleras–, por lo tanto el riego es bastante precario. La lluvia cae entre invierno y primavera, y no supera la cifra de 200 a 300 milímetros al año.

ESPALDERAS DE ADOBE

En la segunda gran planicie se asoma Kandahar. Rodeada de suelos planos pero salinos, la zona es afectada por una gran sequía que se ha acentuado durante los cinco últimos años. Hacia el oeste se encuentra Hilmand y, entre ambas ciudades, existe otra área vitícola denominada Sangisar. Allí es posible ver otro tipo de viticultura, ya que al no sufrir la influencia de temperaturas extremas en invierno, las plantas no son cubiertas de tierra y, por lo tanto, sus formaciones pueden alcanzar mayores alturas.

Sin embargo, debido a la inexistencia de materiales para los sistemas de conducción, los afganos han desarrollado unas originales espalderas: verdaderas murallas de adobe para apoyar las plantas. La verdad es que la gran mayoría de las propiedades agrícolas no está limitada por nuestras habituales cercas, sino que por kilómetros de estos murallones de adobe.

A las plantas se las forma bifurcando el tronco cerca del suelo en forma de “V” y ambos brazos constituyen una especie de cordón vertical apoyados contra la muralla. La principal variedad es la Kishmishi (Sultanina o Thompson seedless) y se poda con pitones cortos de dos a tres yemas. En la base de las plantas también se ubica un surco por el cual aplican el riego. Al igual que Pir i nakhshi, es una zona bastante árida, donde las lluvias que caen entre invierno y primavera no sobrepasan los 300 mm.

Otra región interesante es un inclinado valle en la provincia de Parwan. Se trata de Sharikar, ubicado al este de Kabul, que en la actualidad cuenta con una superficie de 4.670 hectáreas con aproximadamente 1.500 plantas/ha. Muchas de ellas, no obstante, prácticamente fueron abandonadas debido a la guerra, cuando gran parte de los agricultores huyó hacia lugares más seguros.
La producción se destina mitad a consumo en fresco y la otra mitad a pasas, las que históricamente –antes de la guerra al menos– eran exportadas a Europa, principalmente a Inglaterra. La especie más importante es la Kishmishi, pero últimamente se ha popularizado la variedad local Shindukhani (blanca, de bayas muy grandes y sin semillas).

Sólo un 5% a 10% de la superficie plantada con vides se ubica en sectores altos y no requiere ser cubierta con tierra en invierno. Las plantas se forman en cabeza, pero son prácticamente arrastradas por el suelo para poder taparlas. Tienen dos restricciones sanitarias: el oídio y la antracnosis.

PASAS DE EXPORTACION

Uno de los aspectos que más llama la atención es el gran consumo de pasas, un alimento que de una u otra forma está presente en la dieta diaria de los afganos. Sin embargo, el procesamiento y la comercialización se realizan con métodos muy rudimentarios y una sanidad precaria. Es común ver montones de pasas sobre el suelo. Lo cierto es que es impresionante su gran variedad, desde algunas muy pequeñas a otras realmente grandes, muchas sin semillas pero de bayas de gran tamaño.

Es común que en las estaciones experimentales existan colecciones de variedades locales, de 30 a 60 por provincia. Lamentablemente sus registros y descripciones fueron destruidos durante la guerra, por lo tanto la única información posible es la que proviene de los técnicos y agricultores. Aún así, hay ciertos aspectos que no pasan inadvertidos: no se usa injertación; todos los viñedos están plantados sobre pie franco; y aunque Afganistán no es un país aislado geográficamente como Chile, tampoco existe la filoxera.

La Sultanina, por ejemplo, es una variedad de origen iraní o persa (de la ciudad de Soltanijeh, entre Teherán y Tabriz) muy extendida en toda el área. En nuestro país, se poda bastante largo, ya que se aduce que no es fértil en las yemas basales. En Afganistán, sin embargo, se poda en pitones de dos y a lo más tres yemas, pues se cree que no fructifica si se poda largo.

También llama la atención que las plantas no se podan hasta que finaliza el período de heladas. Los afganos afirman que al podar, la planta queda mucho más sensible a las bajas temperaturas. Esto tiene un importante efecto sobre el manejo del viñedo y las horas/hombre utilizadas, ya que tienen que cubrir con tierra las plantas con todos los sarmientos.

Diferencias de mentalidad y de criterios donde el peso de la tradición y la falta de recursos juegan un rol determinante en una viticultura que parece atrapada en el túnel del tiempo, pero que por milenios ha sido capaz de satisfacer a una población marcada por las guerras.