lunes, 21 de agosto de 2006

A dos mil metros en el Elqui

A pesar de sus diez años de edad y de la expresividad de su fruta, el viñedo había pasado prácticamente desapercibido. Plantado en las alturas del sector de Huanta, donde hasta la nieve se hace presente, produce una mezcla blanca y seca que los europeos ya están bebiendo. Escondido en la cordillera nortina, entre rocas milenarias, pumas y restos de un avión sin suerte, produce el vino más alto de Chile.

Cada vez que sonaba el teléfono era para comunicar una desgracia. A lomo de caballo el cuidador del predio bajaba a Vicuña por una estrecha y serpenteante huella para relatar cómo un puma había devorado el guanaco regalón de su jefe, cómo unos furtivos carneros estaban pellizcando la fruta, cómo un incendio consumió un bosque que se había animado a crecer en lo profundo de una quebrada. ¿Cómo?, respondían incrédulos al otro lado de la línea. El pasmoso silencio de Huanta seguramente exaltaba la imaginación poética del campesino.

Bajo los cielos más transparentes del mundo, entre rocas, versos y uno que otro ovni que intenta imitar el majestuoso vuelo de los cóndores, el hombre tenía la misión de velar un viñedo que, pese a sus catastróficos llamados telefónicos, hoy crece en las alturas cordilleranas con un vigor inusitado.

De propiedad de la familia Olivier –actualmente parte de los viñedos de Viña Falernia–, los cuarteles están compuestos por dos curtidos exponentes blancos: Pedro Ximénez y Moscatel de Alejandría. Los parronales, que ya cumplieron una década de vida, colorean el desértico paisaje cordillerano, pintando un pequeño manchón verde en la inmensidad de una hacienda compuesta por alrededor de 10 mil hectáreas. Aunque las condiciones climáticas son extremas –con una amplitud térmica que puede alcanzar 20ºC durante el período de maduración de las bayas–, el viñedo se siente cómodo en las alturas, soportando el fuerte viento cordillerano, el inclemente sol de verano y la nieve que se deja caer en invierno, cubriendo las parras con una fina frazada e invitándolas a recuperar fuerzas para volver a brotar en primavera.

El alto porcentaje de arcilla de su tierra y la pureza de las aguas andinas, crean las condiciones necesarias para un elocuente desarrollo vegetativo. El manejo del viñedo –todavía sin la rigurosidad de los cuarteles más cercanos a la bodega– permite que las parras se expresen casi con entera libertad, brindando una significativa carga frutal pero con una alta concentración de aromas y sabores como consecuencia de la singularidad de su clima.

“La verdad es que no me he preocupado como me gustaría de estos viñedos. Espero este año darme unos meses para trabajar arriba. Mi idea es plantar distintas variedades para ver el potencial de la zona”, explica el empresario Aldo Olivier, quien, junto a su primo el enólogo Giorgio Flessatti, no sólo instalaron al Elqui en el mapa vitivinícola chileno, sino que también en el cuadro de medallas con la obtención del Best in Show en la pasada versión del concurso Wines of Chile Awards con su Syrah Alta Tierra 2002.

NOTAS MISTICAS

En una región consagrada a la producción de uvas de mesa, cepas pisqueras y papayas, las viníferas poco a poco comienzan a levantar cabeza, diversificando el potencial económico del Valle del Elqui. Junto a las 350 hectáreas de Viña Falernia, se asoman nuevos productores de vino, como la bodega familiar Cavas del Valle. Este estrecho pasadizo transversal –que no supera los 40 kilómetros de amplitud– vive un prometedor dinamismo, ganándole terreno a los pobres suelos de sus laderas y lechos de río.

Sin embargo, no se puede hablar de las características distintivas del valle, pues es un verdadero muestrario de suelos y mesoclimas. ¿Quién dijo que las denominaciones de origen chilenas debían ser de mar a cordillera? No recuerdo bien, pero háganle caso. En la entrada del valle, a 25 kilómetros del Océano Pacífico, se encuentran los viñedos de Titón. En ese predio Falernia produce sus mejores blancos y el premiado Alta Tierra, el favorito del jurado británico de Wines of Chile.

Según Claudia Cobo, la joven enóloga de la viña, en Titón la influencia marítima es aún mayor que en Casablanca, produciendo abundantes neblinas matinales que le brindan un respiro a las parras durante el período de maduración de las bayas. Cepas como el Semillon logran un interesante carácter floral y un especiado que recuerda el ají verde. El Chardonnay y el Sauvignon Blanc desarrollan notas de fruta tropical, pero aún no logran profundizar en boca y potenciar el interesante tono mineral que se insinúa pero aún no arranca de la copa.

Aunque todavía no se logra sintonía fina con el Cabernet Sauvignon y el Merlot –en esta cosecha hay muchas esperanzas cifradas en el Merlot–, las variedades Syrah y Carmenère se erigen como las estrellas de su novel escena vitivinícola. Alta Tierra Syrah 2002, por ejemplo, se desmarca completamente de las mermeladas y de los tonos más cárnicos de los valles cálidos. Es un vino fresco y especiado, atravesado por notas minerales y un enigmático perfume floral.

“La verdad es que fue una sorpresa que haya ganado el Syrah en el concurso. Tenemos algunos Carmenère que están mucho mejores”, afirma algo divertido Aldo Olivier, asegurando que el valle puede hacer sentir la cepa como en casa, como si se conocieran de toda una vida.

A diferencia de otras regiones de Chile, la ausencia de lluvias durante la temporada de cosecha permite esperar el Carmenère todo lo que sea necesario, obligándolo a perder totalmente sus cuestionadas notas a pimentón verde. Los principales cuidados en Titón son controlar el oídio y leer correctamente lo que expresan sus suelos. Para eso Falernia está mapeando todo el predio mediante instrumentos de precisión para diferenciar los momentos de cosecha y el manejo cultural, buscando que las bayas logren un buen equilibrio entre expresión frutal y acidez.

Internándonos por el valle –según el asesor vitícola Eduardo Silva, cada 10 kilómetros se asciende alrededor de 100 metros– llegamos al sector de San Carlos, donde está emplazada la imponente bodega de Falernia a orillas del embalse Puclaro. Allí la influencia marítima es menor, logrando vinos con un carácter más maduro que se pasean por el espectro de la fruta negra. Si seguimos hasta los alrededores de Vicuña, en el sector de La Vinita, los vinos son aún más cálidos y maduros, debiéndose redoblar los esfuerzos para mantener el equilibrio de la planta y proteger el racimo de la intensa insolación solar.

REINO EN LAS ALTURAS

Desviándonos de la ruta que une Vicuña y la ciudad argentina de San Juan, nos internamos nuevamente por la intrincada huella que conduce a los viñedos de Huanta. El calor es sofocante. No da respiro. La camioneta deja atrás el carbón de un bosque que se había animado a crecer en los profundo de una quebrada y continúa su ascenso hasta detenerse frente a un viñedo donde conviven Pedro Ximénez y Moscatel de Alejandría, creciendo libremente, sin un sistema de conducción que guíe sus brazadas. Con un follaje disparatado, haciéndole honor a la escuela del desorden, estas parras de 20 años de edad enseñan sus racimos como dulces trofeos.

Algunos metros más arriba, llegamos al viñedo más alto de Chile. A diferencia de la fruta que degustamos en el camino, las bayas aún están lejos de madurar. La mayor altura y el sistema de conducción de parronal –que brinda una mayor protección al racimo– conservan en todo su esplendor su acidez y sus notas cordilleranas. A diferencia de otras viñas que trabajan estas cepas para elaborar vinos dulces, el enólogo Giorgio Flessatti opta por vinificar un caldo seco y gustoso que ha logrado vender en Holanda y Reino Unido.

En total son un poco más de 15 hectáreas, pero con un gran potencial de crecimiento. Según Jorge Bertin, gerente de la viña, incluso es posible llegar a los 3 mil metros de altura, pero no es la idea competir por el record del viñedo más alto del mundo. Como dice Aldo Olivier, el proyecto no fue concebido “con fines de lucro, pero nos interesa ganar plata”. El próximo paso, por lo tanto, es plantar las variedades que mejor se adapten a la altura para obtener un producto que realmente se distinga en el mercado.

Aldo Olivier ya prepara las maletas para instalarse en su casa de descanso en Huanta y comenzar a materializar este nuevo desafío. “Aquí no es como las laderas de Titón o las plantaciones en el lecho del río. Tengo suelo para trabajar. El problema es que tengo que construir algunos embalses y conducir el agua por gravedad. Me gustan las cosas difíciles”, expresa con una sonrisa.

Es que este inmigrante trentino se ha convertido en una de los más importantes empresarios de la zona a puro ñeque. Cuenta que llegó sin un peso y tuvo que hacerse agricultor cosechando papas y hortalizas codo a codo con los campesinos. No lo puede evitar. Aún sigue pendiente de todo. Desde los repuestos de la prensa hasta la concepción de nuevos negocios. Todos le dicen que no es un buen sistema de administración, pero, a diferencia de otras bodegas, hasta el momento las cosas le han resultado bien.

“Le tengo fe a Huanta”, dice convencido. “Creo que aquí podemos hacer un vino que se salga del marco”. ¿Blanco o tinto? La verdad es que cuando adquirió la hacienda hace poco más de cinco años estaba pensando en uvas pisqueras, pero ahora ha cambiado completamente el panorama. Cepas blancas, de todas maneras, pero no descarta nada. A pesar de que mira con distancia el Cabernet Sauvignon –considera que hay demasiada oferta y de muy buena calidad–, algo le dice que a 2 mil metros de altura puede nacer un nuevo rey. Un rey místico.

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