jueves, 31 de diciembre de 2015

Carmenère: Verde que no te quiere verde

Ha costado, es cierto, pero ya la conocemos mejor. A continuación, la visión de dos expertos que han aprendido a lidiar con sus emblemáticas pirazinas.


Desde su redescubrimiento (o reinvención, como señala el profesor Philippo Pszczólkowski), la Carmenère ha protagonizado una saga marcada por la bipolaridad. Asombro, desconfianza, algarabía e indiferencia, son sólo algunos de los sentimientos que ha provocado esta cepa en los últimos cuatro lustros. Los viticultores aún tratan de comprender sus caprichos, de aplacar sus verdores, de conquistar a los consumidores con su textura suave y poder femenino.

En sus primeros años de vida pública provocó más de alguna reacción histérica. Algunos viñateros pensaban que terminaría matando el Merlot, que durante la década de los 90 se vendía como pan caliente (más tarde quedaría demostrado que el Merlot no necesitaría asesino alguno). Luego fue capaz de generar una fuerte ola de entusiasmo. Muchos imaginaron que se convertiría en la gran bandera chilena: la solución a los problemas de identidad de nuestra vitivinicultura.

Michael Cox, el recordado director de Wines of Chile UK, desde un principio llamó a la calma. ¡A poner paños fríos! No le gustaba llamar bandera a la Carmenère. Para el británico era una firma distintiva, una exclusividad de nuestros campos, que debía jugar roles más bien secundarios, detrás de la verdadera estrella llamada Cabernet Sauvignon.

Finalmente esta ola de entusiasmo se transformó en una dolorosa escisión del Merlot, en miles de nuevas hectáreas (muchas veces en lugares inadecuados), en millones de litros exportados a muy bajo precio que hicieron un flaco favor a la incipiente reputación de esta cepa. Claro, entonces no se sabía cómo tratarla. Los viticultores cosechaban sus uvas muy temprano, despertando el incontrarrestable poder de sus pirazinas.

A mediados del nuevo milenio, los viticultores pensaban que habían logrado comprenderla. La receta era cosechar bien entrado el otoño, a finales de mayo e incluso en junio en las temporadas secas. Una peculiar receta viajaba de boca en boca a lo largo y ancho de los valles: estresar las plantas y deshojar sin contemplaciones, dejando la parra completamente desnuda algunas semanas antes de cortar sus racimos.

Esta práctica vitícola se tradujo en vinos sobremaduros, que en lugar de mostrar con orgullo su carácter varietal, lo escondían con aromas confitados, altas graduaciones alcohólicas y una madera dulce que muchas veces hacía cortocircuito con sus notas especiadas. Algunos vinos sabían como remedio, pero sin duda no era el remedio más adecuado para reducir los cambiantes estados de ánimo de la Carmenère.

VESTIDA ES MEJOR

Aunque el entusiasmo por esta cepa ha decaído en los últimos años, los viticultores y los centros de investigación de las universidades continúan sus esfuerzos por comprenderla. Las viejas recetas parecen haber quedado en el pasado y hoy asoma una nueva generación de vinos con una entretenida y equilibrada personalidad. “Se acabaron los tiempos en que las parras quedaban cogote de gallina”, dice con humor Rodrigo Barría, subgerente agrícola de Montes.

Después de muchos ensayos, el viticultor concluye que la mejor forma de manejar sus pirazinas es buscando una buena iluminación desde el principio de la formación de las parras. La idea es dejar que penetre luz indirecta, evitando los golpes de sol en las uvas, pero al mismo permitiendo que los verdores se vayan poco a poco aplacando.

Al contrario de lo que se solía hacer, el viticultor señala que los deshojes son una práctica cada vez más escasa. “Hoy deshojamos sólo las zonas que pueden ser más verdes. En Apalta casi no se deshoja y en Marchigüe sólo las orientaciones Este-Oeste, donde pega el sol de la mañana. Más al Maule o en zonas más frescas puedes hacerlo con mayor intensidad, pero siempre buscando un buen equilibrio hoja-racimo”, sostiene.

Para eso utiliza un sistema de conducción semi abierto con una sola enreja y cargadores en lugar de pitones. Pero se tiene que chapodar la viña. Si no se hace, la estructura tiende a caerse hacia un lado. Es un sistema que anda muy bien, pues permite tener el racimo más iluminado que una espaldera tradicional.

BAJANDO LOS HUMOS

Yerko Moreno, director del Centro Tecnológico de la Vid y el Vino de la Universidad de Talca (CTVV), sostiene que la clave ha sido controlar su excesivo vigor. Los mejores Carmenère andan bien en suelos profundos, pero con buen drenaje. Así se practica una viticultura menos dependiente del riego. Las viñas salen de la primavera con muy poca agua en el suelo y el objetivo es lograr que el potencial de pirazinas sea menor desde la partida.

“El secreto de un Carmenère de alta gama como Microterroir de Los Lingues (uno de los íconos de esta cepa producido por Casa Silva) ha sido encontrar los sectores donde el Carmenère se equilibra naturalmente. Su viñedo está plantado en condiciones de suelos profundos, pero no retenedores de agua. Estos se chapodan una vez en la temporada y se mantienen las hojas verdes hasta casi el final de la temporada. Recién cosechamos cuando las hojas comienzan a ponerse rojas”, señala el investigador y asesor vitícola.

Rodrigo Barría, por su parte, opina que en suelos con napa también se puede dar bien esta variedad. La napa mata las raíces y desvigoriza la planta. “Como la cepa tiene buen color y estructura, no requiere de suelos tan restrictivos como el Cabernet Sauvignon. La raíz del Carmenère es bastante extractiva”, explica.

Montes tiene plantado Carmenère en las laderas de Apalta, en un suelo con más materia orgánica, donde el Syrah andaba muy mal. ¡Se disparaba! Según el viticultor, los primeros años hubo mucho vigor y pirazinas, pero hoy han logrado vinificar un súper buen vino. En Marchigüe, por otro lado, el mejor Carmenère está en suelos graníticos, en lo que se conoce como maicillo. Ahí se da muy bien, pero también funciona en suelos rojos arcillosos. En realidad es una cepa bastante plástica.

DERRIBANDO MITOS

La Carmenère es una variedad vigorosa, con yemas en la base de sus sarmientos de escasa fertilidad. Su entrada en producción es lenta. En condiciones de climas fríos o en suelos demasiado restrictivos, se muestra muy sensible a la corredura de sus racimos, afectando considerablemente su capacidad productiva. “Si el suelo es deficitario conviene hacer aplicaciones de boro y zinc antes de flor para lograr una buena cuaja”, afirma Barría.

Sin embargo, según el director del CTVV, las últimas investigaciones han comprobado que los déficits de boro y zinc no son los principales culpables de sus problemas de cuaja. Más bien se trataría de una malformación floral. “Estudiamos ese tema y concluimos que se trataba de una característica genética. Un grano de polen deforme no germina, por lo tanto hay que aplicar hormonas que estimulen su crecimiento”, señala.

Además de cultivos entre hileras para bajar el vigor y estimulantes para mejorar la cuaja, el uso de portainjertos también tiene un efecto positivo en la producción. De acuerdo con el investigador, los replantes se están haciendo con portainjertos y ha mejorado mucho el comportamiento de la cepa. Con el portainjerto 101-14 los procesos se apuran y el vigor es más controlado. Con el 110-Richter, por otra parte, mejora la cuaja, siempre y cuando no se utilice en suelos demasiado fértiles. “Tenemos harto que aprender. Todavía no contamos con un conocimiento prístino de la combinación perfecta”, admite.

En este sentido, el CTVV y Casa Silva llevan 15 años trabajando en el proyecto Microterroir y hoy salen a la luz nuevos antecedentes que podrían marcar un antes y después en el cultivo de esta variedad. En dicho proyecto analizaron más de 40 clones de Carmenère y finalmente seleccionaron dos con excelentes aptitudes agronómicas. “Ahora tenemos que multiplicarlos y plantarlos en otros lugares”, anuncia el académico.

Moreno sostiene que se ha derribado un mito. La variabilidad genética no es tal. Son mucho más relevantes los suelos y condiciones climáticas donde la cepa es plantada. Un clima como Los Lingues, con altas temperaturas estivales, pero con un viento cordillerano que refresca las parras cuando más lo necesitan, son ideales para producir vinos maduros, pero con una excelente relación azúcar / acidez.

Tal vez el punto de cosecha de la Carmenère es el ámbito que aún despierta las mayores controversias. Según Rodrigo Barría, sigue siendo la última cepa que se cosecha después del Cabernet Sauvignon. “Nosotros generalmente vendimiamos entre fines de abril hasta las primeras semanas de mayo. Ahí logramos una madurez óptima entre 24 y 25,5º Brix. Puedes cosechar antes, en la mitad de abril, y la fruta desarrolla un sabor de higo muy interesante, pero hay que encontrarlo”, sostiene.

Microterroir, en cambio, se cosecha a finales de marzo con un promedio entre 23,5 a 24º Brix. La idea es cosechar fruta fresca y mantener la tipicidad de la cepa, ese carácter especiado que algunos enólogos aún confunden con verdor. Moreno es taxativo. No es partidario de coquetear con la sobremadurez, sino dejar que la variedad exprese todo su carácter, sin esconder su esencia, su sello distintivo.

Pese a los avances en materia de investigación y una mayor comprensión de su comportamiento, la continúa siendo Carmenère una cepa complicada. Pone a prueba la capacidad de los enólogos para lograr una calidad consistente, en especial en las líneas básicas, donde los márgenes son muy estrechos y no permiten realizar todos los manejos vitícolas. “Voy a ser muy honesto: yo no diría que es nuestro cultivar emblemático. En Chile el Cabernet Sauvignon es imbatible”, señala Moreno.

Y quizás ahí reside el mayor de sus encantos: en su personalidad díscola e enigmática, en su afán por desafiar a los viticultores, en su capacidad para reinventarse.

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