miércoles, 17 de septiembre de 2008

Los perseguidores

Johnny está tumbado en la cama de un modesto hotel de la rué Lagrange. Apenas abre los ojos. No recuerda cómo ha perdido su saxo en el metro, pues lo sentía más seguro que nunca entre sus piernas. Dédée lo observa con ternura. Con un paño de cocina seca el sudor de su frente. Sabe que Johnny no trabajará esa tarde. Ni en los próximas semanas. Su existencia no está regida por las campanadas de la catedral, sino por un tiempo que transcurre en una partitura que se va escribiendo sobre el escenario.

Ya nadie se atreve a prestarle un instrumento. Perdió el saxo de Louis Rolling en Bordeaux. A punta de patadas y azotándolo contra la pared, hizo trizas el saxo que Dédée había comprado para su gira por Inglaterra. Ya nadie sabe cuántos instrumentos lleva perdidos, empeñados o rotos, pero con todos ellos tocaba solamente como un dios puede hacerlo.

Pedro Parra está sentado en un desvencijado banco de la plaza de Concepción. Intenta huir de “El perseguidor” de Julio Cortázar, pero es imposible. Aquel magistral relato inspirado en Charlie Parker lo atrapa y consume. Entonces Peter, como lo llaman sus amigos, era alumno de la Alianza Francesa y un fanático del jazz.

El estudiante recorre las páginas del cuento con fruición, como si en cada línea se jugara un capítulo importante de su juventud, sin saber que el saxo-picota-pala se convertiría en el instrumento con el cual se ganaría la vida.

De pronto deja a un lado el libro para saludar a un joven alto y delgado. Aunque a primera vista Parra y Francois Massoc parecen blanco y tinto, desde aquellos tiempos están unidos por una profunda amistad. En la ciudad donde nació el movimiento del jazz chileno, donde se respira bohemia y vanguardia, Francois se levantaba y vivía para el deporte.

-Era un perno. Y lo sigue siendo -me corrige Parra.

Cuando Massoc salía a practicar remo de madrugada, sus compañeros recién regresaban del carrete, entre ellos Álvaro Henríquez, músico y fundador de Los Tres. En esos tiempos Concepción era una olla de presión. El gobierno militar daba sus últimos estertores, mientras los jóvenes hacían rugir sus guitarras y agitaban sus pinceles en señal de protesta, más aún en la Universidad de Concepción, donde en los sesenta había nacido el Movimiento de Izquierda Revolucionaria.

Massoc entró a la facultad de leyes, mientras Parra se inclinó por ingeniería forestal. Ninguno de los dos sospechaba entonces que viajarían a estudiar a Francia. Tampoco que formarían una sociedad con Louis Michel Liger Belair, perteneciente a la séptima generación de Château de Vosne Romanée, para producir vinos de terroir en los valles chilenos.

-Eran otros tiempos. Sólo nos tomábamos el vino, sin hacer preguntas -dice Parra, quien realizó un doctorado en Terroir en el Instituto Nacional de Agronomía de París-Grignon, mientras su compañero estudió en el Instituto Guyot de la Facultad de Enología de la Universidad de Borgoña.

En aquellos años no había demasiado tiempo para hacerse preguntas. Había que actuar. El metálico y rítmico golpeteo de los cacerolazos se mezclaba con los pesados acordes de Iron Maiden. “Stranger in a strange land” retumbaba en el departamento que compartían el Lepo, un compañero de Parra en ingeniería forestal, y un santiaguino un poco inútil que había llegado a Conce a estudiar agronomía.

-Vivíamos solos en esta ciudad que no es precisamente muy bonita. Apenas llegué me fui derechito a los lomitos de la fuente alemana, pero después pasaba el resto del mes cagado de hambre. No sabía hacer ni un huevo. Eso te hace cambiar de switch. Había que salvarse entre todos para poder sobrevivir en esta ciudad -recuerda el premiado Marcelo Retamal, enólogo jefe de De Martino.

Junto a Renán Cancino, uno de los agrónomos que mejor conoce la frontera sur de la vitivinicultura chilena, quien llegaba a la universidad desde la campesina localidad de Sauzal, conformaron un grupo pintoresco, quizás no muy agraciado, pero con una autoestima y convicción más firme que la cordillera de Nahuelbuta.

-Éramos negros, feos y rascas, pero nos asumíamos así. De inmediato se produjo una química bien especial entre nosotros -agrega Parra, quien hoy es asesor de De Martino y otras importantes viñas chilenas.

Juan Carlos Faúndez, el quinto mosquetero, también estudiaba agronomía en Concepción, pero se unió al grupo bastante tiempo después, cuando ya se desempeñaban en la arena profesional. Este enólogo biodinámico, quien trabaja codo a codo con Álvaro Espinoza, cultiva el bajo perfil. Prefiere que sus vinos hablen por él.

-Era tan piola que nunca lo vi. Muchos años después, cuando Álvaro me mostró unas fotos, me di cuenta que habíamos sido compañeros de universidad. El Negro es un gran valor -afirma Retamal.

Pero no sólo se crearon lazos entre ellos, sino que también establecieron una profunda relación con la tierra. La filosofía de la universidad y el ejemplo de los pequeños productores del secano, quienes confieren un rostro al concepto de terroir, sin duda les permitió encarar la vitivinicultura desde un punto de vista más humano y sin prejuicio alguno.

-Al principio no entendía por qué tenía que estudiar a las vacas y ovejas si quería ser enólogo, pero al final te das cuenta que eso finalmente te va dando una formación más integral -dice Retamal.

-La gente del sur es más apegada a la tierra -agrega Parra-. Es como si fuera parte del mismo paisaje.

-No existe el concepto de ordinario como en Santiago. Recuerdo que íbamos donde un viejito que vivía en una casa con cuatro palos parados. Nos poníamos a chupar y terminábamos todos abrazados -cuenta Retamal, como si aún sintiera el sabor de esos pipeños servidos en tazas picadas.

-Y podías aprender más de ese viejito que de un profesor -sostiene Massoc-. La gente de campo tiene una sabiduría especial. Lleva en sus genes una manera de sentir y hacer las cosas que se transmite durante siglos, generación tras generación.

Esa formación en terreno, alejada del glamour de las grandes viñas de la zona central, formaron a verdaderos terroiristas. Sin pelos en la lengua, y absolutamente convencidos de sus armas secretas, creen firmemente en el lenguaje de la tierra, disparando a veces como francotiradores contra un cierto estilo de hacer las cosas que lamentablemente se ha propagado como un virus.

-Cuando los proyectos no se fundan sobre bases sólidas queda la cagada -afirma Retamal-. Y el sueño de un inversionista se convierte en una pesadilla. En una mala película.

Primer acto: un empresario compra un campo bonito en un valle de probado prestigio. Segundo acto: contrata a un enólogo taquillero. Tercer acto: los tres primeros años las plantas no entregan calidad porque sus raíces se encuentran entre la materia orgánica. Cuarto acto: el dueño de la viña contrata a otro viticultor. Quinto acto: al sexto año las raíces están en la tosca. El nuevo viticultor propone tomar fotos multiespectrales y cosechar en forma diferenciada. Aumentan los costos y la calidad esperado aún no asoma. ¿Cómo se llama esta obra?

-Así fracasan los proyectos. Por falta de enfoque. Por no hacer bien las cosas desde el principio -explica Retamal.

-Muchos empresarios han entrado al negocio del vino sin saber qué quieren hacer -agrega Massoc-. Creen que porque son exitosos en otros rubros aquí van a poder replicar el mimo modelo, pero el mundo del vino es muy complejo.

-Plantan sin hacer estudios previos y después te piden vinos premium en suelos que son para choclos -agrega Retamal.

-En un viñedo bien plantado la madurez llega antes y no tendríamos tantos problemas de sobremadurez y exceso de alcohol en nuestros vinos -explica Massoc, comenzando un acalorado debate que la industria poco a poco ha tenido que hacer suyo.

-Estamos alargando cada vez la cosecha -complementa Retamal-. Cuando los enólogos prueban la uva buscan semillas negras y crocantes, pero llevo 11 años en esto y jamás las he encontrado. Te vas a pasar la vida esperando en un clima cálido como el de Chile.

-También les encanta deshojar, pero mientras más lo hacen, más taninos desarrollan los granos para protegerse del sol -explica Massoc.

-La clave está en el suelo -dice Parra-. En Tocornal, por ejemplo, tienes tres semanas de diferencia entre la cosecha de las viñas plantadas en suelos delgados en relación a los más profundos.

-Ahora todo el mundo anda buscando suelos calcáreos, pero nadie sabe para qué -se queja Retamal-. Hay que preguntarse primero qué tipo de calcáreo. Côtes de Blaye es calcáreo neto, pero no salen de ahí los mejores vinos de Burdeos.

-El 57% de los viñedos franceses están sobre suelos calcáreos, pero los vinos íconos sólo representan un 3% -agrega Parra.

-Todos están fascinados por la mineralidad de los Chardonnay de Limarí, pero son vinos sutilmente minerales dentro del contexto mundial. En el país de los ciegos, el tuerto es rey -afirma Retamal.

-Es choro, pero no es la Borgoña -opina Parra.

-Un error fundamental es que los dueños de las viñas primero se preocupan del clima y después del suelo -explica Retamal-. Ahí recién llaman a Pedro y le preguntan qué se puede hacer, cuando las decisiones ya están tomadas.

-Cauquenes, por ejemplo, está de moda, pero comprar un campo ahí es como comprar en la luna -dice Parra-. ¿Y cómo le dices después a un empresario que el millón de dólares que gastó no sirve para lo que quiere?

-Un campo bien plantado cuesta lo mismo que uno mal plantado -sentencia Retamal.

De acuerdo a Pedro Parra, nuestro único doctor en terroir, los grandes viñedos del mundo, como Cheval Blanc o Penfolds, tienen más o menos las mismas características: aproximadamente 60 centímetros de suelo y después una roca con distintos grados de descomposición, pero siempre con una excelente capacidad de drenaje. No hay mayores secretos. Tampoco es necesario dejar como colador los campos. Pierre Bacheler, cuando realizó el estudio de terroir en Apalta, sólo hizo 10 calicatas. Hay que saber leer los colores de la tierra.

-Bacheler degusta la arcilla para sentir su composición mineral. De verdad lo hace. Es un marciano -cuenta Massoc.

-Este guatón modesto que está con nosotros -agrega Parra, refiriéndose a Massoc- formó parte de un equipo que analizó los terroir de los 50 productores top de la Borgoña. Era un trabajo confidencial, pero imagínate la información que maneja. Tú nunca estuviste ahí, ¿verdad?

-No, nunca estuve ahí -sonríe Massoc.

-¿Y cuantos centímetros de suelo tiene Musigny, por ejemplo? No más de 30 centímetros, ¿cierto? Ahí está la cuestión. No hay para qué calentarse tanto la cabeza.

Los juicios de este grupo de terroiristas muchas veces sacan ronchas entre sus colegas. Retamal, por ejemplo, no puede asomar su nariz por Curicó, después que dio su opinión sobre el potencial enológico del valle durante un encuentro donde fue gentilmente invitado. Algo parecido le ocurrió en Concepción, donde en su calidad de ex alumno de la universidad no tuvo contemplaciones para referirse a esos generosos suelos con más vocación para producir maíz que buenos vinos.

-Ahora estamos más calmados -asegura Retamal.

-Sí, han salido demasiadas cosas en la prensa que se han tomado por otro lado. La otra vez incluso publicaron en el diario algunas citas mías de una entrevista que jamás di -se lamenta Massoc.

-En este país ser honesto tiene sus costos. A mí me ha ido bien porque últimamente he bajado el voltaje -confiesa Parra-. No estamos amordazados, pero no es el momento para escupir. Chile es demasiado chico.

En el documental “Terroiristas del Nuevo Mundo”, realizado por un trío de jóvenes franceses que recorrió los distintos continentes, Marcelo Retamal y Pedro Parra fueron protagonistas. Sus opiniones llamaron la atención de los organizadores del Congreso Internacional Vitícola y de Terroir, quienes los invitaron como los únicos panelistas latinoamericanos a la cita de Bordeaux y Montpellier. Cuando los participantes creían haber encontrado un cierto consenso para definir de una vez por todas esa inasible palabrota llamada terroir, Retamal no aguantó más y pidió la palabra.

-Pedí que se excluyera de la definición la parte que se refería a los siglos de tradición, pues ahí quedaban descartados algunos de los mejores terroir del Nuevo Mundo -explica el enólogo-. De inmediato se paró un francés furioso. Me dijo que cómo podíamos hablar de terroir si regábamos nuestros viñedos. Le contesté con toda calma que cómo podían ellos hablar de terroir si plantaban con portainjertos.

-Y por supuesto quedó pendiente la famosa definición de terroir -se ríe Parra.

-¿Cómo pueden apoderarse del concepto si he vinificado más de 350 terroir diferentes a lo largo de Chile? ¿Cómo pueden descalificar a enólogos que se han sacado la cresta para hacer vinos con alguna tipicidad? ¿Acaso creen que recorro más de 70 mil kilómetros al año por puro marketing? -replica Retamal, como si estuviera ante los franceses.

Las notas del saxo alto que Johnny o Charlie Parker perdió en Bordeaux aún retumban en sus oídos, improvisando una nueva partitura que quizás nunca terminará. Ahora es tiempo de hacerse algunas preguntas, pero también de actuar. Pedro Parra guarda el libro de Cortázar en su mochila y se pierde entre las calles penquistas en compañía de su amigo Francois Massoc, persiguiendo un futuro incierto, caprichoso, pero que de ninguna manera dejarán escapar.














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