miércoles, 19 de diciembre de 2012

La primavera del Itata

Vivió una época estelar con sus tintos aguerridos y blancos secos y florales, pero a partir de la segunda mitad del siglo XX los vinos del Itata quedaron atrapados en la oscuridad de los bares de mala muerte. El bajo precio de sus uvas, los fallidos proyectos de reconversión y el violento avance de las madereras, pusieron en jaque una tradición vitivinícola de cinco siglos. Hoy vuelve a salir el sol en el valle y sus vinos tradicionales reflejan un renovado fulgor.

Datos y citas históricas arrancados de “Viñas del Itata: Una historia de cinco siglos” de Armando Cartes y Fernando Arriagada

Tierra de paisajes sinuosos, de subidas y bajadas, de cruentas batallas entre españoles y mapuches, realistas y patriotas, entre héroes y gañanes, siempre a medio filo, a medio morir saltando, entre el júbilo y la desazón. Aquí empezó todo. En Itata se propagaron las primeras parras hace 500 años, descendientes de las canarias vitis destivalis y rotondifolia, cuando el conquistador Pedro de Valdivia le concede a Diego de Oro, su compañero de armas, cuatro cuadras para plantar viñas en los alrededores de Concepción.

Según Alonso de Ovalle, en su “Histórica relación del reino de Chile”, “por el fin del otoño, se coge el aceite y comienzan las vendimias, las cuales se hacen por el mes de abril, mayo y junio, de que se hacen generosos vinos muy celebrados (…). Entre todos, son mejores y de más estima los Moscateles; he visto algunos que, al parecer, son como el agua, tan claros y cristalinos como ella, pero el efecto es muy diferente en el estómago, porque lo calientan como si fuera aguardiente”.

Aquí también estuvo a punto de irse todo al carajo. Después de una gran época de esplendor, que convirtieron al puerto de Tomé en el principal exportador de vinos hasta la primera mitad del siglo XX, provenientes, en su mayoría, de productores de Ñipas, Quillón y Coelemu, comenzó un lento, pero progresivo período de decadencia, gatillado, en gran parte, por una lógica de mercado que no perdona, que no tiene contemplaciones, con la falta de innovación.

En un viaje organizado por la Asociación de Enólogos y Profesionales del Vino del Valle del Itata y la Asociación de Ingenieros Agrónomos-Enólogos de Chile, pudimos revisitar estos viñedos que agachan sus cabezas para esquivar el viento, que profundizan sus raíces en los lomajes del secano, fieros como el cacique Maulén, inclaudicables ante el paso del tiempo, que no se rinden ante la tiranía de los cepajes franceses ni ante el violento avance de los gigantes madereros.

“Todas estas viñas son tan bajas que los racimos tocan la tierra. Ellas están colocadas sobre colinas altas y no tienen otro riego que el de la lluvia”, escribe el jesuita Felipe Gómez de Vidaurre, allá por el siglo XVIII, cuando la orden religiosa contaba con numerosas haciendas de gran extensión, como Cucha-Cucha, Perales y La Ñipa, donde se trabajaba la tierra con fe ciega para celebrar lo divino y, sobre todo, lo mundano.

En ciertos rincones del valle podemos sentir que el tiempo se ha detenido. El Itata es una especie de museo viviente. Aún conserva intacta la identidad, la tradición más profunda de la vitivinicultura chilena, esa misma que hoy se busca con tanto ahínco, incluso desesperación, para subir el valor de nuestras cajas exportadas. En algunos bodegas de adobe, desparramadas por su accidentada topografía, se hacen los vinos en forma muy similar a como los hacían los adelantados españoles y los primeros ciudadanos de la república.

“Los caldos se guardaban en inmensos capachos de cuero de animal de vacuno, cocidos y amarrados con siguillas, a cuatro palos redondos, unidos por el exterior. Estos odres estaban sostenidos por cuatro horcones de 3 a 4 pies de alto, plantados en el piso de la bodega, en cada esquina del lagar. Algunos de estos aparatos tenían, en el cuero que formaba su fondo, un cañoncito hecho del mismo cuero que servía de llave para vaciarlo; otras veces, la llave era la cola de un animal”, relata Eugenio Pereira Salas en sus “Apuntes para la historia de la cocina chilena”.

Y alguien dejó la llave corriendo…

VINOS INCENDIADOS

En la bodega Batuco, que aún se mantiene en pie a pesar de los terremotos y los vaivenes del mercado, se respira humedad, tradición e historia. Entre sus grandes lagares y estanques de concreto, descorchamos muchos vinos de los alrededores, provenientes de pequeños agricultores que conservan y cultivan sus paños generación tras generación, como El Ciprés, Entre Valles, Paso Lento y Valle Oculto.

Sus Cinsault y País están marcados por el fuego. El incendio, que arrasó con miles de hectáreas en Itata y Bío Bío durante los inicios de la temporada 2012, cubrió de humo y ceniza sus notas de guindas ácidas. Fue una cosecha inusual, claro está. Aunque la nariz de un gastrónomo podría definir esas notas como merkén, confiriéndoles a los vinos una exportable personalidad, también tienden a uniformizar sus aromas y cubrir el carácter fresco y jovial de su fruta.

También probamos un sabroso vino de la casa, hecho a la que te crié en esas imponentes cubas de 2.300 litros. “Es lo que toman los bodegueros: una mezcla de País, Cinsault y Cabernet Sauvignon”, explica Edgardo Candia, un incansable enólogo de la zona, quien protagoniza un verdadero apostolado, brindando asesoría técnica a decenas de pequeños productores que quieren y necesitan rentabilizar sus producciones.

“Nosotros somos productores chicos, sin capacitación. Cuando vienen las empresas grandes, compran la uva y se la llevan; uvas para hacer vinos corriente, en garrafa, en tetra, en botellas de litro y medio. Parte de esa producción sale de los sectores de Coelemu y Guarilihue. Pero son las viñas grandes las que manejan los precios. Los que no queremos vender a esos valores hacemos vinos, pero el vino no tengo a quién vendérselo. Ése es mi problema. En este momento, los poderes compradores son las empresas grandes, y como nuestro vino es antiguo, arcaico, producido sin modernidad alguna, a la gente no le interesa comprarlo”, se queja amargamente Fabián Mora, productor de Guarilihue, entre las páginas de “Viñas del Itata”.

Subimos por un ensortijado y polvoriento camino hasta la cumbre de Cerro Verde, desde donde se puede observar esos sublimes viñedos que se arrastran y conviven con rosas mosqueta, moras y quillayes, intentando contener, a duras penas, la implacable e insigne invasión de los bosques de pinos. La pendiente es pronunciada. Nos imaginamos cargando esos orejones canastos de mimbre colmados de uvas durante la cosecha. “Aquí hasta las lagartijas se van de espalda”, comenta Candia.

En las alturas del Itata se cosechan las uvas más frescas del valle, ideales para elaborar esos exuberantes y secos Moscateles, esos vinos rozagantes en aromas y capaces de conservar graciosamente su acidez natural. Ya lo decía el viajero alemán Poepigg, quien recorrió la zona en 1828. “Por diversas razones, las provincias australes son mucho más aptas para la vitivinicultura que las del norte; el vino de Concepción supera en calidad a los de otras partes, y es muy solicitado en la capital. Por lo general, los vinos de Chile contienen una ley tan alta de alcohol, que se les pueden inflamar después de calentarlos un poco en un anafe…”.

QUÉ CONSERVAR

El río Itata fue el límite entre los mundos español y mapuche. Entre la visión conservadora y liberal. Hoy continúa con su vocación fronteriza, debatiéndose entre tradición e innovación. A lo largo de los últimos decenios, se han implementado muchas iniciativas para poder rentabilizar sus viñedos, como la creación de las cooperativas de Coelemu y Quillón. Esta última llegó a contar con 200 asociados de Ránquil, Quillón y Portezuelo, y bastante éxito con sus vinos de volumen y bajo precio, como las recordadas garrafas Don Francisco. Sin embargo, los complicados manejos administrativos y la creciente sobreproducción de vinos que hacía imposible competir con las grandes viñas del norte, hicieron que finalmente cerrara sus puertas en 2003 ya convertida en sociedad anónima.

Por otro lado, a través de incentivos estatales como el Programa de Cooperación a las Comunas Pobres, se intentó reconvertir y darle un mayor agregado a los vinos regionales. Con este objetivo fueron plantadas 200 hectáreas de Merlot, Cabernet Sauvignon y Carmenère. En Tropezón, en la salida sur de Coelemu, se construyó una gran bodega con cubas de acero inoxidable y sistema de frío. Pero nada de eso resultó. El valle, al parecer, se niega a torcer su tradición. Las llamadas cepas finas no se hallan. No se acostumbran del todo a los alambres y espalderas. Prefieren estar libres, ofreciendo, echando sus frutos sobre la tierra.

Otros productores como Renato Zenteno, propietario del fundo Coimaco, quizás la viña de tradición familiar más antigua de Chile, que se conserva en las mismas manos desde el siglo XVIII, ha logrado resultados comerciales satisfactorios con sus 40 hectáreas de Cabernet Sauvignon, Merlot, Carmenère y Chardonnay, distribuyendo sus marcas Valle Hermoso, Los Vargas y Los Encomenderos. Sin embargo, este descendiente del portugués Antonio Vargas no rehúye su historia. Todavía conserva 1,5 hectáreas de País que crecen en forma salvaje, abrazando árboles nativos y frutales.

Los Países de Zenteno, que deben sumar más de un siglo de antigüedad, sin duda son unos sobrevivientes. Guiados por la mano del hombre, han sabido adaptarse a las distintas condiciones y hacer frente al paso del tiempo, como tan bien lo describe Barros Arana: “(En Itata) rodeaban sus viñas de higueras, cuyo segundo fruto, el higo, casi no tenía valor alguno, y servía para atraer las aves, a fin de que éstas no hicieran mal a la uva”.

Otros esfuerzos para proyectar el patrimonio vitícola del Itata son los emprendidos por Claudio Barría. El enólogo, quien ha vinificado inspirados vinos de las zonas de Huara y Portezuelo, ahora se propuso convocar a un grupo de productores para intentar valorizar sus uvas de Moscatel y Cinsault, produciendo chispeantes vinos espumosos fermentados en botella.

“No había tradición de espumosos en la zona. Las uvas se cortaron prácticamente verdes. Es complicado. Anda a obligar a un antiguo que coseche sus viñedos el 29 de febrero. ¡Ni cantando! Pero aquí están los vinos y la idea es que haya un desarrollo sustentable para los pequeños productores. Ojalá algún empresario se anime a invertir en tecnología para montar un bodega y seguir haciendo estos vinos diferentes, con mucha historia y personalidad”, explica.

Las viñas tradicionales del Itata, como los nuevos emprendimientos como Errázuriz Domínguez, Chillán y Casanueva, sin duda conforman un paisaje único y muchas veces contradictorio, marcado por las imperecederas expectativas de volver colocar los vinos del valle en el sitial que les corresponde.

Bajo el puente de Ñipas, que atraviesa el caudaloso Itata, participamos como jueces del XVI Concurso del Vino y Muestras Tradicionales de Ránquil. Si bien compitieron las llamadas cepas finas, como Cabernet Sauvignon y Carmenère, fueron sus vinos tranquilos y secos en base a Moscatel y Cinsault los que se llevaron la mayoría de los aplausos. Productores como Piedras del Encanto, De Neira, Casa Nova y Adriana Torres, sin duda enseñan un camino, empinado y pedregoso, pero que puede arrojar luces sobre el futuro de esta denominación.

Como afirma el biólogo Humberto Maturana, antes de introducir cualquier innovación, debemos preguntarnos qué queremos conservar. En el caso del Itata, todo indica que la idea más innovadora no es otra cosa que ir al rescate de estos vinos tradicionales y darlos a conocer al mundo con toda confianza y orgullo.

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